Mujeres pintoras

Mujeres pintoras
Circa 50-79. Mujer romana pintando, Pompeya (Italia). Fresco romano de una mujer pintando una estatua (en la antigüedad, estas estaban policromadas); a sus pies, un retrato en tabla ya terminado. Fresco procedente de la Casa del Cirujano (VI, 1, 10, sala 19; inv. 9018), actualmente conservado en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Wikimedia Commons, Licencia 'Creative Commons' BY-SA 4.0

Mujeres pintoras

IV Mujeres entre cálamos y pinceles

La pintura es otro campo de interés en el que la presencia femenina fue notable tanto en el mundo antiguo como en la Edad Media.

La hidria de figuras rojas atribuida al «Pintor de Leningrado» (circa 470 a.n.e.) muestra la presencia de mujeres y niñas trabajando en las labores artísticas de los talleres artesanales de Grecia y Roma. El friso de esta vasija retrata el interior de un taller de cerámica pintada en Atenas, similar al que pudo haber producido la propia hidria; en él, varios artesanos varones desempeñan diversas tareas mientras figuras divinas los coronan de laurel. La única que no recibe corona es una muchacha que cierra la escena, absorta en la decoración de una cratera.

No obstante, la pintura, como la literatura, fue un campo donde hubo mujeres sobresalientes que pasaron a la historia. Plinio el Viejo (Historia Natural 35, 147-148) menciona a Timarete, Olimpia, Irene y Aristarete, entre otras. Las dos últimas fueron hijas y discípulas de grandes pintores, lo que indica que no sólo heredaron el genio artístico de sus padres, sino que estos les animaron a cultivarlo. Según Plinio, Laia de Cízico incluso superó a los hombres más célebres de su época. Esta conexión de las mujeres con la pintura también se atestigua en Pompeya, donde varios frescos presentan figuras femeninas inmersas en la creación de retratos sobre tabla.

Los scriptoria de los monasterios cristianos brindaron un nuevo espacio artístico a las mujeres. Obras como el Beato de Gerona (finalizado en 975), iluminado por Ende, «pintora y sierva de Dios» y Emeterio, «monje y sacerdote», evidencian que, al igual que en los talleres artesanales griegos, hombres y mujeres podían compartir tanto el espacio como el trabajo creativo.