La faz cambiante de España, ahora país de inmigración
A partir de 1990 España se convirtió en un país de creciente inmigración, solo interrumpido durante la crisis económica iniciada en 2007. En 2019 los emigrantes extranjeros representan el 10,3% de su población. La revisión de los indicadores demográficos recientes (tamaño, estructura y dinámica demográfica) proporciona una instantánea sobre la transformación experimentada en relación a los determinantes asociados a las bases biológicas de la vida, la reproducción y la mortalidad.
La migración ha cambiado el mapa social, cultural y étnico, biológico (fenotípico) y demográfico de España, estableciendo dos zonas muy diferenciadas por su asentamiento, economía y sostenibilidad demográfica: la primera, rural muy envejecida, que hoy llamamos «España vaciada» y que representa solo el 3,5% de la población; la segunda, urbana y tecnológica, en continuo aumento, tanto por ese aporte exterior migratorio como por la reestructuración de las propios núcleos urbanos, cuyas poblaciones abandonan las pequeñas ciudades, asentándose en los grandes núcleos urbanos, muy envejecidos.
En 2019 la migración extranjera representa el 13,1% de la población residente en España. Son personas jóvenes, cuyas edades se concentran entre los 25 y 49 años; un 16% son menores de 17 años, y un 9,3% mayores de 65 años (en España esas proporciones son inversas: 6% menores de 17 años, y 19,3% mayores de 65). Por países, la procedencia de los 6,1 millones de residentes extranjeros corresponde mayoritariamente a Marruecos, Rumanía, Inglaterra, Italia y China, habiéndose incorporado en los últimos años un creciente número de personas de Senegal, Mali, Burkina Faso, Costa de Marfil y Sierra Leona. Si bien la contribución individual de los países de América Latina es menor que la de los anteriormente mencionados y muy feminizada (52,3%), esta área geográfica es la que aporta mayor población migrante en su conjunto. Las poblaciones de origen marroquí y chino tienen la mayor proporción de menores de 16 años. En 2019, el 19 % de los nacimientos en España son hijos de madre extranjera y el 15,8% de los matrimonios tiene al menos un conyugue extranjero.
En 2019 el saldo entre nacimientos y muertes de la población española fue negativo (las muertes superaron en 56.263 personas a los nacimientos), pero fue ampliamente compensado por el saldo migratorio positivo de 333.672, como puede comprobarse en el documentos España en cifras 2019 del Instituto Nacional de Estadística de 2020. La inmigración ha sido fundamental pues permite contrarrestar graves situaciones sociodemográficas y económicas en dos ámbitos. El primero, por su edad, la etapa reproductora de la vida, que compensa el déficit reproductivo de la mujeres españolas, e incluso permite repoblar algunas áreas rurales; el segundo, en relación a problemas económicos y laborales, porque ocupan puestos no cualificados esenciales como los trabajos agrícolas, rechazados por gran parte los españoles, y atienden las necesidades sociales de los cuidados, tanto de mayores como de menores, tradicionalmente en manos de las anteriores generaciones de mujeres, que ahora desarrollan su trabajo profesional.
Los inmigrantes son personas fáciles de identificar por su lengua, sus creencias, sus patrones culturales y con frecuencia también por determinados rasgos fenotípicos, visualmente reconocibles, como la morfología facial y la pigmentación. Los rasgos culturales pueden integrarse muy rápidamente, sobre todo en los que llegan en su infancia. Sin embargo, los rasgos biológicos les mantienen identificables, aunque se matizan a medida que se producen cruzamientos con descendencia entre inmigrantes y locales. El reciente informe del Defensor del Pueblo 2019, La situación demográfica en España, efectos y consecuencias, señala que en España la percepción sobre el «extranjero» ha sido tradicionalmente favorable, pero que está cambiando muy rápidamente y empieza generar inaceptables situaciones de discriminación y sufrimiento. [Cristina Bernis]