La cultura, nuestro nicho biológico
Nos diferenciamos de nuestros parientes primates más cercanos (las dos especies de chimpancés, Pan paniscus y Pan troglodytes) en apenas un 1% de nuestros genomas, de tal manera que lo que nos hace humanos no son genes distintos, sino la regulación y la expresión a lo largo de un ciclo vital específico de genes que compartimos con estas especies. Como señaló el biólogo estadounidense John Tyler Bonner (1920-2019) en su libro de 1965 Size and Cycle: «Evolution [is] the alteration of life cycles through time» (p. 3).
La bipedestación fue la primera adaptación de nuestro linaje hace en torno a seis millones de años, de tal manera que es el rasgo que define a los homininos (la categoría taxonómica —de tribu o subtribu— que incluye exclusivamente a nuestra especie como miembro actual dentro de la familia Hominidae, que compartimos con orangutanes, gorilas y chimpancés). Ciertamente, recordando a Darwin, la bipedestación fue lo que no permitió llegar a ser humanos. Sin embargo, como enfatizó el antropólogo físico estadounidense Sherwood L. Washburn (1911-2000) al inicio de los años cincuenta del pasado siglo, la cultura debe ser considerada como la adaptación esencial en nuestra historia evolutiva. La cultura —cualquier comportamiento aprendido, incluido el uso de herramientas— es sin duda un fenómeno frecuente entre nuestros parientes primates. Pero la absoluta dependencia de la cultura (primero tecnológica, luego también inmaterial o simbólica) es la característica definitoria de nuestro linaje. Como escribió Milford H. Wolpoff en 1968, «culture plays a dual role as man’s primary means of adaptation, as well as the niche to which man has morphologically adapted» (p. 479).
Tomasello ha propuesto una coevolución del desarrollo cultural y de rasgos genéticos prosociales: nuestro desarrollo cultural se derivaría de nuestra gran encefalización y de aptitudes prosociales, psicológicas y emocionales, fijadas por selección natural a lo largo de dos millones de historia evolutiva de Homo. Pero tanto nuestra potencialidad cognitiva (para el lenguaje o las matemáticas, por ejemplo) como nuestra predisposición social solo pueden desarrollarse en un contexto de interacción social tolerante gracias a las características exclusivas de nuestro ciclo vital. La prolongación y secuenciación del crecimiento en nuestra especie, a lo largo de etapas bien delimitadas, permite hacer crecer un gran cerebro mientras se posterga el crecimiento somático, otorgándonos así tiempo para aprender a través de una enseñanza activa, otra cualidad que es exclusivamente humana. Como confirma el terrible destino de los denominados niños y niñas «salvajes» (o «ferales»), crecidos sin contacto humano (como Víctor de Averyron, cuyo retrato de 1801 ilustra este texto), nuestro desarrollo intelectual y emocional ha de desenvolverse gracias a la estimulación social y en momentos críticos («ventanas» de edad) de nuestra ontogenia.
En suma, nuestro ciclo vital específico (detallado en la segunda Sala de este Espacio expositivo) articula nuestra exclusiva capacidad de cambio cultural acumulativo, de aprendizaje e innovación. Este proceso remite al concepto de «interacción biocultural», que es tanto la característica exclusiva de nuestra especie como el ámbito de análisis propio de la Antropología Biológica. [Carlos Varea]