En el camino hacia la aparición de nuestra especie

En el camino hacia la aparición de nuestra especie
1.000-15.000 a. Omóplato decorado con una cierva, Cueva de El Castillo, Puente Viesgo, Cantabria (España). Esta pieza es una de los 33 ejemplares de omóplatos decorados con animales, realizados por medio de incisiones finas con buriles de sílex repasando las líneas hasta perfilar el contorno de las figuras y rellenándolas luego con detalles anatómicos y sombreados. Su número y calidad hacen del conjunto una de las mejores muestras del denominado «arte mueble» (transportable) del Paleolítico europeo. Foto: Miguel Ángel Camón Cisneros © Museo Arqueológico Nacional

En el camino hacia la aparición de nuestra especie

Aun cuando se desconozca su auténtica finalidad, el objeto de la imagen superior sintetiza la excepcionalidad de nuestra especie, capaz de expresar por medio del arte una identidad simbólica. Ello es el resultado de nuestra extrema encefalización en un contexto social.

El giro crucial que conduciría a la aparición de Homo sapiens lo protagonizan las poblaciones de nuestro género surgidas hace en torno a 1,7 m.a., asignadas a Homo erectus (si se considera una única especie para las poblaciones de África, Eurasia e Indonesia) o a dos especies distintas, Homo ergaster (africana) y Homo erectus (asiática). Estas poblaciones eran más derivadas que los anteriores «Homo tempranos» (H. habilis y H. rudolfensis) y surgieron en un momento de empeoramiento climático. En torno a 1,8 m.a. se produjo en el Este de África una gran expansión de las praderas como resultado del empeoramiento climático planetario, al que se sumaron oscilaciones climáticas rápidas (cada 23.000 años) determinadas por ligeras variaciones de la órbita terrestre. En suma, el clima se hizo más inestable e imprevisible.

En ese escenario y sobre esa fecha aparecen poblaciones de Homo que harán de la sabana su definitivo hogar. Inmediatamente tras su aparición, se expandirán hacia el Norte y Sur de África y a Eurasia, quizás tras los rebaños de mamíferos de los que dependían cada vez más, a ecosistemas nuevos y dispares, algunos de ellos muy adversos. La versatilidad adaptativa de nuestros ancestros fue biocultural, una respuesta eficaz a un reto medioambiental. Su expansión poblacional muestra que los beneficios de una mayor encefalización (esencialmente, la flexibilidad conductual en un ambiente fluctuante o en nuevos entornos) superaron en términos de supervivencia a los costes energéticos de hacer crecer grandes cerebros, tanto en perspectiva evolutiva como ontogenética.

Varios fueron los mecanismos para satisfacer esta creciente demanda energética. Por una parte, se incrementó el aporte energético neto por medio de una dieta diversificada de mayor calidad, cuyo suministro estable (muy particularmente a las hembras gestantes y lactantes, y a infantiles de lento crecimiento) se garantizaba por medio de la cooperación y las innovaciones culturales. Por otra, se redistribuyó la asignación de energía: la locomoción bípeda se hizo más eficaz gracias a un mayor tamaño corporal y a proporciones corporales derivadas (incremento relativo de la longitud de las piernas respecto a los brazos), y hubo un cambio en la composición corporal, con reducción de la masa muscular e incremento de la grasa (que tiene menores requerimientos energéticos y es un reservorio de energía disponible en períodos de escasez, crítico al nacer y al destete, y para la gestación y lactancia). Finalmente, la energía requerida para crecer y reproducirse podía aportarse y distribuirse a lo largo de un ciclo vital cada vez más lento, más prolongado, que será el tema de las siguientes dos Galerías [Carlos Varea]