Anna Perenna: magia blanca en Roma
I. Divinidades femeninas asociadas a la magia
Roma tiene estas cosas. Una tarde de turismo, en un museo cualquiera, podemos toparnos con una vitrina como la que acompaña a este texto, cuya muestra de objetos desconcierta cada día a decenas de visitantes.
La vitrina nos muestra un despliegue de monedas romanas, así como una colección de lamparitas de aceite, todas cuidadosamente decoradas y algunas incluso llenas de maleficios e invocaciones inscritas en plomo. La fotografía no enseña que hay, además, un caldero de cobre en la sala, requemado de tantas cocciones, y una serie de muñecas hechas de harina y otros compuestos orgánicos. El ojo más avezado sí que detecta tras el cristal seis piñas conservadas en líquido —símbolos de fecundidad y abundancia— y alguna cáscara de huevo esparcida. Delicadeza en estado puro contrastando de lleno con su flagrante y contumaz durabilidad.
Este conjunto de piezas fue hallado hace casi veinticinco años, cuando la construcción de un aparcamiento subterráneo reveló la desconocida fuente de Anna Perenna y las Ninfas, una pila con inscripciones del siglo II que testimonia —veremos ahora— uno de esos espacios en donde religión, magia negra y folclore se daban la mano en la antigua Roma.
El poeta Ovidio resuena en la fuente de Anna Perenna: los días felices de quienes danzaban con chanzas y vino hasta el bosquecillo sagrado de esta enigmática divinidad se relatan en sus Fastos. Esta fiesta popular se celebraba el primer plenilunio de marzo, las idus, año nuevo romano según el primer calendario y día en que el orden republicano vislumbró su final con el apuñalamiento masivo de César en el 44 a.n.e.
Los restos de la vitrina, con todo, no apuntan a una celebración colectiva del equinoccio de primavera, sino a esas prácticas solitarias propias de una espiritualidad más personal. Como las cosas que hoy en día lanzamos a nuestras hogueras de San Juan, las aguas de Anna albergaron los miedos y anhelos que todo ciclo vital incorpora y fue así como una hechicería esperanzadora apuntaló la perennidad de una fiesta oficial.
Zoa Alonso Fernández