Dido y Anna
II. La magia en la vida cotidiana de las mujeres
Este fresco nos ayuda a rastrear una de tantas leyendas; una escena de intimidad femenina que evoca los ecos lejanos del continente africano. La imagen recrea las últimas horas de Dido, mientras la nave de su amante Eneas abandona Cartago. La reina, en el centro, sujeta una espada, asistida por confidentes cercanas, dos de ellas abiertamente racializadas.
El recuerdo de los versos de Virgilio nos hace preguntarnos, inevitablemente, por la figura de Anna, hermana (soror) de Dido —a veces, incluso, desconcertante álter ego—, quien, como en esta instantánea, acompaña a la reina en su peripecia de amor y de muerte.
Desolada tras el suicidio de Dido, Anna celebra sus ritos fúnebres y huye de su destino en Cartago para llegar, como náufraga, hasta las costas del Lacio. Allí encuentra a Eneas —dice Ovidio— y es recibida con los honores de huésped hasta despertar suspicacias de su reciente esposa Lavinia —spin-off filtrado, como es de esperar, por la evidente voz patriarcal del poeta. Anna entonces es alertada por el fantasma de Dido y escapa hacia el bosque por donde corren las aguas del río Numicio. Tras ser arrastrada por la corriente, será por fin convertida en ninfa del ciclo perenne.
De África a Roma, del mito remoto a la celebración histórica de una divinidad popular, la narrativa poética de Anna Perenna nos sirve para tornar a la fuente y ver en la hermana de Dido una explicación a la práctica mágica en el medio del eterno fluir: las aguas de Anna resitúan cada año el calendario en el punto de partida para una nueva regeneración, pero se muestran también como un excelente canal para entender el poder de una fiel confidente con estrechas conexiones con el más allá.
Zoa Alonso Fernández