Octubre 2021
Agua y clima: el agua herida
Según algunas teorías, el agua terrestre es polvo de estrellas, un subproducto de su formación. Es también el origen de la vida en la Tierra, el caldo de cultivo que dio origen a todos los seres vivos: la mayor parte de ellos contienen entre un 60 y un 70 por ciento de agua que llega al 85 o 90 por ciento en algunos organismos acuáticos. El ser humano se gesta en el interior de una bolsa líquida que rompe al nacer.
Las civilizaciones humanas actuales tuvieron su origen entre tres ríos: el Tigris, el Éufrates y el Nilo formaron el «Fértil creciente», la cuna de la cultura neolítica. La vida del ser humano y del resto de los seres vivos depende de procesos cíclicos relacionados con el agua: las corrientes marinas, la circulación atmosférica, los cambios estacionales y la estabilidad del clima en cada región terrestre.
Más del 70 por ciento de la superficie de la Tierra está cubierta por el agua, pero las masas de agua no son uniformes: la concentración de sal y la diferencia de temperatura producen desplazamientos horizontales y en altura, formando corrientes que arrastran con ellas miríadas de diminutos organismos. Casi la cuarta parte de los seres vivos son acuáticos y constituyen la base de la cadena trófica, condicionando las migraciones de muchas poblaciones animales que buscan los afloramientos estacionales de alimento.
Los desplazamientos regulares del agua también ocasionan cambios de temperatura en las tierras emergidas y en la distribución del clima actual en nuestro planeta. El agua cede calor a los vientos superficiales que regulan la temperatura de todo el planeta. Además, su desplazamiento en profundidad aporta oxígeno disuelto a los organismos abisales. La interrupción de esta «cinta transportadora» tendría gravísimas repercusiones sobre la vida en el planeta Tierra.
No toda el agua terrestre es líquida, los glaciares, la banquisa ártica y los casquetes polares almacenan una gran cantidad de agua dulce que, de derretirse, produciría cambios en la salinidad y temperatura de los océanos y un aumento de su nivel. Por otro lado, existe una cierta cantidad de agua atrapada en los suelos congelados periglaciares, conocidos como «permafrost», que además encierran un importante volumen de carbono orgánico, pero, sobre todo, de dióxido de carbono (CO2) y metano.
Tanto el CO2 como el metano son gases de efecto invernadero, es decir, su función es regular la temperatura para que sea aceptable para la continuidad de la vida. Pero su aumento conduce a una elevación de las temperaturas de características exponenciales: a mayor temperatura mayor liberación de metano, esta vez, también, de los fondos oceánicos debido al calentamiento de las aguas intermedias.
Según distintos estudios, los niveles de CO2 atmosféricos han aumentado en cerca de un 38 por ciento desde 1750 debido sobre todo a la quema de combustibles fósiles y a la deforestación, y gran parte del CO2 producido por la actividad humana no puede ser absorbido por la vegetación ni por las masas de agua oceánicas.
Los estudios más fiables prevén un mayor calentamiento de la Tierra debido al aumento del CO2 y el metano atmosféricos, especialmente en las latitudes norteñas, donde cerca de un millón de km2 quedarían libres de hielo y provocarían una subida del nivel del mar durante el siglo XXI cercana a un metro. Los efectos del cambio climático en todos los niveles —economía, migraciones, producción de alimentos, etc.— serían catastróficos.
Tenemos conciencia de la importancia de las zonas verdes por su capacidad de captar el CO2 y emitir el oxígeno imprescindible para la vida. Son menos conocido ciertos tipos de espacios verdes capaces de captar el CO2 en mucha mayor medida y cuya destrucción se está llevando a cabo de forma acelerada y silenciosa para gran parte de los habitantes del planeta, salvo aquellos que se ven directamente afectados o por los científicos que llevan años alertando del proceso.
Las costas y las aguas costeras de una parte de la Tierra acogen unos biotopos excepcionales: los manglares y las praderas sumergidas. Los primeros ocupan la zona intermareal de parte de las costas tropicales y subtropicales y son distintas especies de árboles y arbustos, a veces más de 14, resistentes al agua salada. Su importancia es enorme: por un lado, son sistemas muy productivos ya que sirven de refugio a muchas especies de aves, anfibios, reptiles y peces, tanto en su estado adulto como en etapas juveniles más indefensas. A su amparo, el ser humano ha creado explotaciones tradicionales, aprovechando su alta productividad. Por otro lado, los manglares impiden la erosión costera y forman un sistema de amortiguación del oleaje ante tsunamis y otras catástofres similares. En tercer lugar, los manglares son capaces de atrapar contaminantes y purificar las aguas, convirtiendo gases de efecto invernadero, como el óxido nitroso, en nitrógeno. Por último, los manglares mantienen poblaciones humanas que hacen un uso sostenible de los recursos que estos proporcionan, esto es especialmente importante allí donde estos bosques de costa bordean zonas de interior áridas y escasamente productivas.
Desgraciadamente, los manglares han sufrido una progresiva pérdida de superficie, más del 20 por ciento desde 1980, por distintas razones: instalación de industrias de acuicultura —en ocasiones ilegales— construcciones turísticas, contaminación por petróleo o producción de sal. De forma indirecta, la desaparición del mangle propicia la destrucción de los arrecifes costeros de coral al permitir la llegada de sedimentos y contaminantes al mar.
Con el nombre de «praderas sumergidas» se conoce a un grupo de especies de plantas que ocupan los lechos arenosos costeros. Son plantas terrestres que colonizaron el mar a lo largo de la evolución y, por tanto, necesitan la luz solar para realizar la fotosíntesis. Se reproducen como otras plantas terrestres por medio de flores y producen frutos; todas las especies tienen largas hojas en forma de cinta de más de un metro por lo que recuerdan a una pradera terrestre.
La más común en las costas mediterráneas es la posidonia, que ocupa unos 1.600 km2 de la plataforma continental. Esta planta enraíza en los fondos de arena y forma un tallo horizontal o rizoma, que puede avanzar durante largas distancias produciendo ramas a lo largo de su recorrido. En la isla de Formentera se han encontrado posidonias cuya raíz recorría más de un kilómetro y se estima que pudieron formarse hace más de 30.000 años.
Se calcula que más de la mitad de las praderas submarinas ha desaparecido, alrededor de unos 30.000 km2, y la fuente de los problemas es la actividad humana, principalmente la contaminación proveniente de las urbanizaciones costeras, y la proliferación de algas por causa de los aportes de nitrógeno y fósforo procedente de aguas residuales de los cultivos. Otra causa habitual en algunas zonas es el anclaje de embarcaciones de recreo que arrancan de raíz las plantas.
La importancia de las praderas submarinas es similar a la de los manglares: sirven de ambiente protector a cientos de especies de peces, crustáceos y moluscos, sobre todo en edad juvenil. Algunas especies muy escasas y amenazadas como la nacra solo viven entre los tallos de las posidonias. En algunas zonas, la propia planta sirve de alimento a mamíferos como el dugongo y a ciertas aves como los gansos. Por otro lado, las praderas también proporcionan protección contra la erosión costera, favorecen la sedimentación y estabilizan los fondos. En algunas zonas turísticas en las que eliminaron las praderas para mejorar la apariencia de los fondos, la playa ha terminado por desaparecer.
La tasa de pérdida de manglares y praderas submarinas se ha mantenido en torno al dos o tres por ciento anual, una tasa superior a la de los bosques tropicales. La importancia de estos biotopos es muy grande, se ha demostrado que una hectárea de pradera puede captar más CO2 que 17 hectáreas de bosque tropical y que los fondos marinos llegan a acumular cantidades ingentes de carbono: en una bahía de Cadaqués (en Girona) se han encontrado depósitos de hasta 11 metros de espesor, acumulado durante 10.000 años.
Juan Varela Simó es biólogo y pintor naturalista. Ha trabajado en investigación aplicada a la Conservación, y es representante en España de la Artist for Nature Foundation. En 2001 fue premiado por el Ministerio de Medio Ambiente y en 2015 por la Fundación BBVA. También de Varela Simó en el MVEH Ganadería extensiva, explotaciones tradicionales y Robledales, cría caballar y uso sostenible de los recursos