«’Nosce te ipsum’», «Conócete a ti mismo»

«’Nosce te ipsum’», «Conócete a ti mismo»
1758. Página de la obra de Carl von Linné ‘Systema naturæ per regna tria naturæ, secundum classses, ordines, genera, species, cum characteribus, differentiis, synonymis, locis’ ('Sistema natural, en tres reinos de la naturaleza, según clases, órdenes, géneros y especies, con características, diferencias, sinónimos, lugares', décima edición, Holmiae: Impensis Direct. Laurentii Salvii, 1758-1759), que incluye el nombre de nuestra especie dentro del orden Primates. Acceso público facilitado por ‘The Biodiversity Heritage Library’

«’Nosce te ipsum’», «Conócete a ti mismo»

Según las nuevas dataciones de los fósiles hallados en Jebel Irhoud (Marruecos), nuestra especie, Homo sapiens, habría surgido hace 300.000 años. Aunque hemos ganado 100.000 años respecto a los restos de Omo-Kibish (hallados en 1967 en Etiopía por Richard Leakey), seguimos siendo una especie muy joven, si bien el inicio de nuestro linaje (representado por los primeros primates bípedos de los géneros Orrorin, Sahelanthropus y Ardipithecus, los primeros «homininos») se situaría hace unos seis millones de años.

¿Qué nos hace humanos? Cuando se formula esta pregunta, las respuestas más frecuentes hacen referencia a atributos asociados con nuestro gran desarrollo cognitivo, el primero de ellos, el lenguaje articulado y, junto a este, la amplia gama de elementos de la cultura, materiales e inmateriales. De hecho, desde la primera edición de su Systema naturae de 1735, Carl von Linné nos otorgó como rasgo distintivo respecto a las otras especies la conciencia, la capacidad de introspección, identificándonos con el requerimiento de los presocráticos griegos, «Nosce te ipsum» («Conócete a ti mismo»), grabado en el templo de Apolo en Delfos. Con igual intención, nos asignó en la décima edición de su obra (1758) nuestro nombre de especie, Homo sapiens, incluyéndonos entre los primates, un orden mamífero que primero denominó Antropomorpha («antropomorfos», por cuanto se asemejaban a los seres humanos) y después, en la décima edición de su obra, de 1758, Primates («los primeros»).

Resulta un ejercicio muy ilustrativo observar cómo se humanizan los personajes animados infantiles —de Micky Mouse a Pepa Pig— para intentar establecer aquellos rasgos que nos definen como seres humanos. Los rasgos anatómicos a los que se recurre más frecuentemente para ello son hacerlos bípedos y dotarles de manos como las nuestras.

Charles Darwin consideró en su obra The Descent of Man and Selection in Relation to Sex (1871) que la característica que nos permitió llegar a ser humanos fue la bipedestación (o bipedalismo), la adopción de un nuevo tipo de locomoción asociada a un cambio en la dieta. Darwin anticipó de manera admirable —cuando apenas había registro fósil humano— que de la bipedación se derivó secundariamente, primero, la liberación de las manos de la función locomotora y, solo posteriormente, con un lapso que hoy sabemos de en torno a cuatro millones de años, el crecimiento del cerebro y la primera tecnología lítica fabricada sistemáticamente, la olduvayense.

Nuestra habilidad manual y toda nuestra potencialidad creativa se debe a la «pinza de precisión» («pad-to-pad precision grasping»), es decir, a la posibilidad de que la yema del pulgar haga contacto con las yemas del resto de dedos de nuestra mano. Esta característica tan propia de nuestra especie se debe, paradójicamente, a la conservación de la estructura pentadáctila tetrápoda en las manos y pies de los primates, así como al carácter oponible de sus dedos gordos (el hallux y el pollex, respectivamente), un rasgo ancestral primate. [Carlos Varea]