Diciembre 2019 y Enero 2020
El Parque Nacional de Doñana cumple 50 años
En los primeros decenios del siglo XX, gran parte del sur de la provincia de Huelva (y porciones de Sevilla y Cádiz, a la vera del Guadalquivir, España) era un espacio casi vacío, sin gente. Una línea de costa muy dinámica y desabrigada, carente de refugios naturales, impedía el asentamiento de poblaciones pesqueras de una mínima entidad. En el interior, breñales impenetrables crecían sobre arenas muy poco productivas, que se colmaban de lagunajos en invierno y donde apenas podían sobrevivir unos pocos apicultores, algunos carboneros y los guardas de las grandes propiedades. Junto al río se extendían las marismas, una inmensa llanura arcillosa, mar en invierno y desierto abrasador en verano, en las que subsistía algún ganado, se cazaba y se recolectaban huevos, y reinaban a su antojo los mosquitos y, con ellos, las fiebres, el paludismo. A cambio, o quizás en parte por ello, aquellas tierras ocultaban una riqueza de flora, y sobre todo de fauna, excepcional. Eran el universo mágico de Ágata ojo de gato, la famosa novela de Caballero Bonald.
Tras la Guerra Civil, ya en los años cincuenta, las cosas empezaron a cambiar. Se abrió la posibilidad de plantar eucaliptos en los arenales, se entrevió el maná del turismo foráneo de sol y playa, y se estaban desecando (polderizando, dicen los geógrafos) grandes áreas marismeñas para cultivar arroz y algodón. Entre tanto, en mayo de 1952 dos jóvenes ornitólogos, Francisco Bernis y José Antonio Valverde, viajaron a Doñana, el más conocido de los cotos de la comarca, siguiendo la pista de libros y artículos publicados por cazadores naturalistas británicos del siglo XIX que habían sido fascinados por la naturaleza salvaje del territorio (un pedazo de África en Europa, decían). Acogidos por la familia González Gordon, Bernis y Valverde exploraron la zona, censaron aves, y ese mismo año publicaron en la revista Munibe, de la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País, un artículo —“La gran colonia de garzas del Coto de Doñana (año 1952)”— donde hacían una invocación insólita en aquella España subdesarrollada: «[…] [Las pajareras o colonias de garzas] son verdaderos monumentos nacionales —vivos en vez de muertos— que debieran merecer también toda la consideración por parte del Estado español». Ahí está el embrión del Parque Nacional de Doñana y de la conservación en España desde entonces.
Pasó el tiempo, mientras prosperaban en la sombra las propuestas turística, agrícola y conservacionista. Valverde hizo muchos contactos, reunió dinero de fuentes internacionales (así nació el Fondo Mundial para la Naturaleza, WWF) y, con apoyo gubernamental, pues el régimen franquista veía en la conservación de la vida salvaje una vía para abrirse al mundo y mitigar su aislamiento, logró comprar a finales de 1963 algo más de 6.700 hectáreas para crear una reserva biológica que fue asignada al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Muy pronto resultó evidente, empero, que ese rincón no podría conservarse si se perdía la naturaleza que lo rodeaba. En octubre de 1969, respondiendo a las presiones, fundamentalmente internacionales, que desde la Reserva se habían estimulado, se decretó, con el ampuloso lenguaje propio de la época: «Atento el Gobierno a este movimiento universal en favor de la Naturaleza y consciente de que la parte suroccidental de las marismas del Guadalquivir reúne unas excepcionales características estéticas y biológicas, desea dejar constancia de esta atención, creando en beneficio del pueblo español y como generosa aportación de España al Año Internacional de la Conservación de la Naturaleza y sus Recursos, el Parque Nacional de Doñana».
Aquel primer Parque de Doñana, cuyo cincuentenario celebramos, ocupaba alrededor de 35.000 hectáreas, dejando fuera gran parte de la costa, que se pretendía urbanizar, y amplias zonas de marisma pendientes de transformación en regadío. Tras numerosas tensiones derivadas de la disparidad de objetivos públicos asignados a un mismo territorio, en 1978, instaurada la democracia, se amplió la superficie del espacio protegido hasta las 50.000 hectáreas y se crearon varias zonas periféricas de protección, o preparques. En 1989 la Junta de Andalucía creó el Parque Natural de Doñana, que absorbía y ampliaba los preparques, y años después el Espacio Natural Doñana, que en conjunto supera las 110.000 hectáreas y está conformado por el Parque Nacional y el Parque Natural.
Hoy nadie padece fiebres palúdicas y Doñana ya no es la inmensidad salvaje, apenas explorada, que encontraron Bernis y Valverde en 1952. La superficie de montes y marismas se ha reducido, todo está más humanizado, es más doméstico. A cambio, su popularidad universal, el mayor conocimiento, y la normativa a todos los niveles, proporcionan al área un grado de protección que antes no tenía y que debería garantizar su conservación a largo plazo. Aun así, persisten viejos problemas, como la competencia por el agua dulce con la agricultura y las urbanizaciones, y otros de nuevo cuño amenazan, como el calentamiento global y las especies invasoras. No podemos bajar la guardia.
Miguel Delibes de Castro, biólogo, premio Nacional de Medio Ambiente, es en la actualidad Profesor ad honorem del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en la Estación Biológica de Doñana, de la que fue su Director entre 1988 y 1996. La imagen que ilustra esta Pieza del mes ha sido aportada por Héctor Garrido, fotógrafo que ha trabajado para el CSIC durante más de 20 años documentando expediciones científicas y que reside actualmente en La Habana, Cuba. Una propuesta de visita a Doñana del propio Delibes puede encontrase en Mil maneras de disfrutar en Doñana. Otros enlaces informativos de interés sobre Doñana son también los de la página oficial de la Junta de Andalucía, Espacio natural Doñana, y de la Cooperativa Andaluza Marismas del Rocío, Un viaje único por Doñana.