Marzo 2019
Sor Juana Inés de la Cruz, «rara mujer»
En una descripción de la condesa de Paredes de Sor Juana Inés en carta de 30 de diciembre de 1682 a su prima la portuguesa Duquesa de Aveiro María de Guadalupe de Lancaster le dice: «pues otra cosa de gusto que la bisita de una monja que ai en san jeronimo que es rara mujer no la ai».
Juana de Asbaje, a quien conocemos por su nombre en religión, Sor Juana Inés de la Cruz, era en efecto una mujer nada común. Excepcional en su vida y en su obra y reconocida como tal de inmediato.
El retrato que vemos de Sor Juana puede muy bien servirnos para seguir algunos de esos rasgos de excepcionalidad. Realizado unos ochenta años después de la muerte de nuestra escritora es un buen ejemplo de su popularidad. No se retrata a la religiosa por ser fundadora de una orden o un convento, ni por devoción a su santidad. Su retrato se debe a su fama de escritora.
En él vemos varios elementos interesantes. El fondo es una biblioteca. No cualquier biblioteca sino la suya personal, la que le acompañó en su celda conventual y de la que se dice que estuvo formada por 4.000 volúmenes. Esa biblioteca representa su afán e inclinación por el estudio. Antes que como escritora, de niña y de muy joven, Juana ya fue célebre por su precocidad, su talento y sus saberes, pero, como dice Leonor, la protagonista de una de sus comedias, Los empeños de una casa, ese saber no era infuso, sino adquirido:
«Inclineme a los estudios
desde mis primeros años
con tan ardientes desvelos,
con tan ansiosos cuidados,
que reduje a tiempo breve
fatigas de mucho espacio.»
Esa curiosidad por el estudio y por todo tipo de materias —que pudo desarrollar con su temprano traslado a la corte virreinal mexicana en la cercanía de la cual se movió toda su vida— era, sin duda, vista con recelo en las mujeres como una inclinación contrario a su propia naturaleza y no dejó de acarrearle problemas, sobre todo una vez entrada en religión. Ella misma nos lo cuenta en su Respuesta a Sor Filotea —su texto con mayor contenido autobiográfico—-: «no quiero (ni tal desatino cupiera en mi) decir que me han perseguido por saber, sino solo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no porque haya conseguido ni uno ni otro.»
Aparece retratada, naturalmente, en hábito de religiosa jerónima. Profesó primero brevemente en el convento de carmelitas descalzas antes de hacerlo en el de San Jerónimo de México en el que viviría hasta su temprana muerte (en 1695) que, al parecer, se adaptaba mejor al tipo de vida que pretendía:
«Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros.»
La vemos con la pluma en la mano y abierto el libro en el que escribe. La escritura y, muy especialmente, los versos son su dedicación apasionada y constante que le produce también problemas. Sin embargo, ella se resiste al silencio que, a veces tratan de imponerle a ella en particular y a la mujer en general. En un romance a la virreina María Luisa Manrique de Lara, Condesa de Paredes, dice:
«Y así, pese a quien pesare
escribo, que es cosa recia,
no importando que haya a quien
le pese lo que no pesa.
[…]
Si es malo, yo no lo sé;
sé que nací tan poeta,
que azotada, como Ovidio,
suenan en metro mis quejas.»
Y, en efecto, su producción teatral, poética, religiosa, etc. es extraordinaria en todos los sentidos. Uno de sus sonetos a la esperanza cuelga, en el cuadro, de la estantería de sus libros.
En el escritorio, bajo el libro que está escribiendo están sus obras, ya célebres y exitosas desde que fueron publicadas por vez primera en tres volúmenes (Madrid, 1689; Sevilla, 1692; Madrid, 1700), el primero a iniciativa de su mecenas la Condesa de Paredes con quien tuvo una íntima relación, reflejada en tantos poemas amorosos, como estos versos que le dedica:
«Ser muger, ni estar ausente
no es de amarte impedimento;
pues sabes tú, que las almas
distancia ignoran, y sexo. »
Por último, sobre el lateral de la mesa se recoge su biografía. Conocida ya en su época, sin embargo, seguimos escribiéndola. Pese a ser quizá la autora de nuestro Siglo de Oro más conocida y la que ha generado más estudios —o quizá precisamente por eso— son muchos los debates que la crítica mantiene abiertos sobre su origen, su vida, sus relaciones y el carácter e interpretación de su obra. Una obra que, desde muy pronto, se consideró entre las de los más brillantes poetas y dramaturgos de la época.
Enrique Villalba es doctor en Historia Moderna (1992) por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor titular en la Universidad Carlos III de Madrid desde 1994, es, en la actualidad, Director del Instituto de Cultura y Tecnología (desde 2019), Director del Máster en Gestión Cultural (dede 2002), Coordinador del grupo de investigación reconocido Historia Cultural-Litterae e Investigador Principal del Proyecto del Plan Nacional en curso: Del manuscrito a las pantallas: Memoria, artefactos y prácticas culturales (del siglo XV a nuestros días). Entre sus principales líneas de investigación están la Cultura escrita, la Gestión Cultural o la Historia de la Mujer, temas en los que ha escrito libros y artículos, dirigido numerosos congresos internacionales y tesis doctorales.