Febrero 2021

Las mujeres, garantes de la vida en las chabolas (La Línea, Cádiz)

La Línea de la Concepción, en el extremo sur de la Península Ibérica, tenía 63.000 habitantes en 2017. La ciudad se asienta sobre una pequeña extensión arenosa de 19 kilómetros cuadrados, que une Gibraltar (actualmente colonia o territorio británico de ultramar) al flanco este de la bahía de Algeciras. Esta bahía fue durante los siglos XIX y XX destino migratorio de familias de toda España, que llegaban «al olor de Gibraltar». Sus habitantes comerciaban en torno a la frontera, cultivaban huertos que abastecían a la población civil y militar de Gibraltar, y generaban ocio, cultura y cuidados para esta colonia. La Línea y Gibraltar constituyen una comunidad transfronteriza con intensas relaciones de dependencia y sustento mutuo.

El primer censo sistemático de habitantes de La Línea, realizado antes del cierre de la frontera (en 1969), puso en evidencia que decenas de miles de personas sobrevivían hacinadas en barracas, como las llaman sus propios habitantes, asentadas sobre la arena. Las paredes de las barracas eran de tablones de madera, forradas con cartón piedra y con chapas de bidones; todos los materiales procedían de Gibraltar. En el interior, las rendijas se rellenaban con sacos de pita (Agave americana) y posteriormente se encalaban. Las mujeres de La Línea entrevistadas en el proyecto Memoria oral de la vida en las chozas y en las chabolas aportaron información clave sobre la vida en las barracas en las décadas 30 a 80 del siglo XX, porque recuerdan más que los hombres la perspectiva emocional y su realidad circundante, dado que asumen la responsabilidad de los cuidados. 

Esta fotografía forma parte del álbum familiar de Maruja Gil, nacida en 1928. De joven, Maruja trabajó sirviendo para una familia rica de Gibraltar. Para mejorar la escasa economía familiar también participó en el matuteo o estraperlo. Empezando desde la izquierda, Maruja identifica a los siguientes familiares y vecinos del patio Tagarnina: Mercedes la Tagarnina, ella misma, embarazada de su hijo Pepe; delante, su hija Beli y su hermano Manolo, de la edad de su hija. Beli fallecería con cuatro años de una enfermedad no diagnosticada. A la izquierda de Beli, «dos nietos del patio». Junto a Maruja, dos hermanas de la Tagarnina, el novio de Rafaela, y Rafaela, hermana de Maruja. Delante de Rafaela, Paco el Tagarnino, hijo de Mercedes La Tagarnina. A Rafaela la siguen una vecina del patio (con gafas de sol), Antonio el Tagarnino y la madre de los Tagarninos. El último grupo lo componen Hortensia, hermana de Maruja, Victoria Lozano, madre de Maruja, y delante suyo Pepe y África, hermanos de Maruja. Detrás de África, a la derecha, está otra vecina llamada Dolores.  

Las mujeres se encargaban del mantenimiento y aislamiento de la barraca, con el fin, también, de evitar plagas, y muchas participaban en la reparación de los tejados y en la construcción de pozos. Y se ocupaban de los desechos. Maruja recuerda que, al amanecer, «íbamos a tirar la porquería al mar. Tiempo después lo echábamos a unos vacies». Los vacies o vertederos estaban junto a un huerto, cuyo dueño aprovechaba los restos como estiércol. Ellas aseguraban la nutrición, hubiese o no ingresos estables: criaban animales y recorrían los campos cercanos en busca de caracoles y plantas silvestres. El popular cardillo llamado tagarnina (Scolymus hispanicus) da nombre al patio donde vivió Maruja. Las mujeres se encargaban de los cuidados tradicionales y los transmitían. Maruja explica: «En todos los patios a las parturientas se les preparaba un caldo de gallina, y si te visitaban, te traían una tableta de chocolate de Gibraltar o un huevo»

Como combustible usaban formas de carbón de baja potencia calorífica, más económicas: el cisco (residuo del carbón tras recoger los trozos gordos) y el picón (carbón hecho de ramaje fino). El brasero u hornilla se encendía afuera con el cisco y después se añadía picón. Cuando sólo quedaban brasas se metía adentro. Para recoger las salpicaduras y restos usaban grandes cajas de madera que llegaban a Gibraltar conteniendo té: la parte abierta de la caja mirando hacia la persona y el hornillo dentro. Las cenizas sobrantes se usaban para lavar: «Mi madre echaba la ceniza en un cántaro con agua y a los dos o tres días la colaba. Cuando lavábamos, poníamos la ropa al sol y la chapurreábamos con ese agua de cenizas», recuerda Maruja. 

Maruja elaboraba unas pastas de arcilla y ceniza para añadir al hornillo:

«Íbamos unas cuantas muchachas hasta el río Cachón, cogíamos barro con una pala, lo echábamos en un cubo, lo amasábamos y añadíamos el cisco. Algunos le echaban también paja seca. Entonces poníamos sobre el suelo dos aros de hierro, uno más grande y otro más chico; en medio se metía la masa y se aplastaba con un mazo de hierro. Quitabas el aro y la torta se secaba al sol. Al encender el carbón para cocinar el puchero y añadías esas pastitas troceadas

La arcilla, formada principalmente por silicato de aluminio, soporta altas temperaturas: al mezclar el cisco o carbonilla con el barro arcilloso se aprovechan los restos de carbón, se mejora su combustión y se conserva el calor. 

Ellas garantizaban, asimismo, la gestión del agua, la higiene personal, la confección, lavado y arreglos de la ropa, la atención en el parto y el cuidado de niños y ancianos. Los patios eran espacios de apoyo donde cualquier habitante prestaba ciertos cuidados a otra persona, aunque no tuviera parentesco con ella. Por eso Maruja dice «nietos del patio» para referirse a dos niños cuyo nombre no recuerda. Las mujeres fueron las protagonistas de una forma de vida fundamentada en el grupo, la resistencia, la autogestión y la responsabilidad, que permitió sobrevivir en tiempos difíciles.  

 

Beatriz Díaz Martínez, licenciada en Ciencias Biológicas por la Universidad Autónoma de Madrid, está especializada en Biología Ambiental. Trabaja como escritora e investigadora independiente. Tiene amplia experiencia en investigación en Memoria Oral a través de talleres grupales participativos e historias de vida en profundidad, y está especializada en vida cotidiana y mecanismos de supervivencia: redes de apoyo, aprendizaje no formal, salud comunitaria, represión y criminalización, e inmigración. Entre sus trabajos resaltan el archivo audiovisual de historias de vida del País Vasco Herri Memoria (2014-2016), financiado por Derechos Humanos y Convivencia del Gobierno Vasco; la investigación junto con Belén Solé para la Asociación Elkasko de Investigación Histórica Mujeres y memoria de la represión franquista en el Gran Bilbao (2014); y la investigación independiente Maestros de Campo y Escuelas Particulares: la enseñanza no formal durante los siglos XIX y XX (Tarifa, Cádiz) (2012-actualidad). Su último libro es Sumario 301 contra Milagros Ruiz López y trece más (2021).

Dos son las fuentes de información del tema aquí recogido. El primero, la investigación Mirar al pasado para explicar el presente, desarrollada en La Línea (Cádiz) en 2010-2011 con apoyo de la Consejería de Salud de Andalucía y coordinado por Antonio Escolar (Universidad de Cádiz), cuyos resultados se recogen en el libro Camino de Gibraltar; dependencia y sustento en la Línea y Gibraltar, que incluye la historia de vida de Maruja Gil. El segundo, el proyecto Memoria oral de la vida en chozas y en chabolas (2012-2018). En el MVEH pueden leerse de Beatriz Díaz las obras Muros de piedra y techo de castañuelaEcología de la urbanización y Hornos de piedra, autonomía nutricional y vida comunitaria.