Mayo 2021

En torno a la publicación de ‘El origen del hombre’ hace 150 años

 

«He presentado las pruebas de la mejor manera que he sabido hacerlo; y debemos de reconocer —como así me parece a mí— que el hombre con todas sus nobles cualidades, con la simpatía que siente por los más degradados, con la benevolencia que extiende no solo hacia los otros hombres sino a toda humilde criatura viviente, con su intelecto divino que penetra en los movimientos y la constitución del Sistema Solar, con todas estas sublimes potencialidades, el Hombre lleva todavía en su armazón corporal el indeleble sello de su humilde origen»

(Charles Darwin, El origen del hombre)

 

En 2021 se cumplen 150 años de la publicación de la obra de Charles Darwin (1809-1882) The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (La ascendencia del hombre y la selección en relación con el sexo), que en sus sucesivas ediciones en español llevará el nombre de El origen del hombre. La primera edición de este libro data de 1871, cuando Darwin tenía 62 años, 12 años después de la publicación de On the Origin of Species (El origen de las especies). Muchos años atrás, en una carta fechada el 22 de diciembre de 1857, Darwin explicaba a Alfred Russel Wallace que eludirá tratar el tema del origen de nuestra especie en la obra que habrá de ser El origen de las especies «al estar tan rodeado de prejuicios», si bien admitía que «era el más elevado y el más interesante problema para el naturalista».

Darwin publicará El origen de las especies en 1859, obra en la que, efectivamente, no aborda este tema. Tras ella, Darwin escribirá sobre la polinización por los insectos, las plantas trepadoras y la domesticación de platas y animales. La biógrafa de Darwin Janet Browne considera que la publicación en esos años de algunas obras por parte de prestigiosos colegas amigos de Darwin le animará finalmente a abordar el asunto del nuestros orígenes, superando su temor a las controversias y confrontaciones que pudiera provocar en la sociedad victoriana tan delicado tema. En 1863 Charles Lyell había publicado Antiquity on Man, obra en la que otorgaba tiempo geológico para nuestra historia evolutiva. Ese mismo año, Thomas Henry Huxley (el bulldog de Darwin) publicó Evidence as to Man’s Place in Nature, un breve y excepcional trabajo en el que demostraba las proximidad anatómica de nuestra especie con los primates que en la actualidad consideramos nuestros parientes más cercanos, chimpancés, gorilas y orangutanes. Al año siguiente, Wallace publicaría The Origin of Human Races and the Antiquity of Man Deduced from the Theory of “Natural Selection», trabajo en el que argumentaba que el mecanismo de la selección natural permitía explicar también el surgimiento de nuestra especie a partir de ancestros primates y que Darwin elogió en la carta que remitió a su autor en mayo de 1864, en la que reconocía que apenas había abordado el tema elaborando algunas notas, que ponía a la disposición de su amigo. 

Darwin finalmente comenzaría esta tarea al inicio de 1868, recuperando reflexiones acumuladas durante tres décadas, desde su travesía en el Beagle, entre 1831 y 1836. Mientras Darwin avanza en su manuscrito, Wallace publica en 1869 una reseña sobre las nuevas ediciones de las obras de Lyell titulada Sir Charles Lyell on geological climates and the origin of species. Al final de su artículo, Wallace expresa por primera vez la consideración de que la selección natural no puede explicar el desarrollo de las cualidades cognitivas distintivas de nuestra especie el lenguaje o nuestra máxima inteligencia, remitiéndose a una entidad sobrenatural para su aparición, a «un Poder que ha guiado la acción de aquella leyes [del desarrollo orgánico] en cruciales direcciones y para especiales finalidades». La regresión teleológica e idealista de Wallace (que formulará expresamente en su Darwinism de 1889) fue un mazazo inesperado para Darwin. Una vez leída la reseña, en su carta del 14 de abril, Darwin escribe a Wallace que no le reconoce como autor del texto, y añade: 

«Tal y como usted esperaba, discrepo profundamente de usted, y lo siento mucho. Yo no veo necesario recurrir a una causa adicional y directa en relación [a la aparición] del hombre.»

Pese a esta discrepancia de hondo calado, la amistad y el reconocimiento entre ambos perdurarán hasta la muerte de Darwin. Wallace será el autor más citado en el El origen del hombre.

Por su extensión, Darwin tuvo que publicar en dos libros independientes su trabajo. En 1871 se publican los dos volúmenes bellamente ilustrados de The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (La ascendencia del hombre y la selección en relación con el sexo), el segundo de ellos dedicado a la selección sexual, a la que Darwin atribuye diferencias poblaciones en nuestra especie (como la pigmentación de la piel, erróneamente), además de cualidades cognitivas y sociales. Al año siguiente se publicará On the Expression of the Emotions in Man and Animals (Sobre la expresión de las emociones en los animales y en el hombre), obra en la que recurre de manera pionera al uso de la fotografía para respaldar su consideración del carácter universal de las emociones humanas. Ambos libros serán éxitos de ventas y los primeros que reportarán a Darwin ganancia económica. Darwin afirmará que las cualidades que la crítica resalta de El origen del hombre —su vigoroso estilo, su claridad se deben a las sugerencias de su hija Henrietta, Etty (1843-1927). Henrietta Darwin no solo ayudó a su padre en la edición del manuscrito, sino que fue su más cercano interlocutor, su confidente intelectual en la elaboración de sus contenidos.

Ambas obras obedecen a la intención de Darwin de demostrar que, como cualquier otro ser vivo, los seres humanos somos el producto de la evolución biológica y que incluso las características que consideramos distintivas de nuestra especie se derivan gradualmente de cualidades ya esbozadas en nuestros ancestros primates: nuestras diferencias son «de grado, no de clase», afirma Darwin. Darwin plantea así que el origen de la moral humana se basa en la evolución de los instintos sociales de especies precursoras, inspirando con esta atrevida consideración a Piotr Kropotkin (1842-1921) su propuesta de la cooperación intraespecífica (el «apoyo mutuo») como mecanismo de evolución biológica, que formulará en su exilio británico a partir de 1886. 

Algunos pasajes de estas dos obras pueden perturbar nuestro compromiso anticolonial o feminista (lo hicieron ya en su época), pero en su conjunto conservan el poderoso aliento de la determinación radical de Darwin de desmantelar de manera discreta y razonada, a su estilo el antropocentrismo creacionista o teleológico. Suponen además una reivindicación apasionada de la universalidad de la condición humana y de nuestra vinculación íntima con el resto de los seres vivos, a los que sitúa en pie de igualdad con nuestra especie, como las ramas del coral de su temprano esquema evolutivo de 1837. 

La lectura de El origen del hombre sigue hoy asombrándonos por la presciencia que muestra Darwin al anticipar lo que en la actualidad conocemos sobre evolución humana. Sin apenas registro fósil humano por entonces (Darwin había examinado unos años antes el cráneo neandertal encontrado en la cantera de Forbes, en Gibraltar, pero no lo menciona), gracias a su poderosa capacidad deductiva y a su valentía intelectual, Darwin describe a nuestros ancestros primates, identifica el probable lugar de nuestro origen, establece la secuencia de nuestra historia evolutiva y enfatiza la relevancia biocultural del uso de herramientas. Darwin argumenta que lo que nos hizo humanos fue adoptar la bipedación y que nuestra portentosa inteligencia es solo una consecuencia derivada, tardía del cambio de locomoción, una definitiva carga de profundidad contra nuestro orgullo antropocéntrico, que la comunidad científica se resistió a admitir durante 80 años, hasta la definitiva denuncia del fraude de Piltdown. 

Darwin demuestra que la fuerza visionaria de la Ciencia radica en su capacidad de derribar nuestras presunciones y nuestros prejuicios, revelándonos nuevos horizontes. Así ocurrió de nuevo, hace 150 años, con El origen del hombre.

 

Carlos Varea es bioantropólogo, profesor e investigador del Departamento de Biología de la Universidad Autónoma de Madrid, presidente de la Asociación para el Estudio de la Ecología Humana y codirector del Museo Virtual de Ecología Humana.