Matriz errante
I Procreación
Una joven yace en su lecho mientras el médico prescribe un tratamiento que habrá de sanarla de su enfermedad. Cuán extraña dolencia esta, que la paciente la sobrelleva con una sonrisa y provoca igualmente el regocijo de sus allegados, diríase que todos sabedores de alguna circunstancia cómica que se nos escapa. En realidad, los presentes conocen la causa de la afección de la doncella: su prolongada virginidad. Si el propósito del cuerpo femenino era engendrar hijos, contravenir este designio solo podía acarrear nefastas consecuencias somáticas. Esto se prestaba bien a la sátira y, claro está, el arte y la literatura no lo dejaron pasar por alto.
En la escena vemos indicios de la naturaleza del mal, como el cupido triunfante sobre el dintel de la puerta, cuya saeta apunta a la convaleciente, o la pareja de enamorados abrazándose en el idílico paisaje del cuadro que cuelga en la pared. Lo que termina de darnos la clave, empero, es un papelito sobre el suelo. Este reza: «Aquí no ayuda la medicina, porque es mal de amores» («Hier baet geen medesyn, want het is minnepyn»). Bien podría este galeno ser partidario de la teoría de la matriz errante, cercana a la doctrina hipocrática y muy presente aún en el siglo XVII. De acuerdo con esta idea, el útero vaga libremente por el cuerpo de la mujer en respuesta a estímulos tales como olores o sonidos, pero también la insatisfacción del ciclo natural de la vida. El niño de sonrisa maliciosa parece no albergar dudas al respecto: ya tiene preparado un enema, instrumento de claras connotaciones sexuales, un sustituto médicamente plausible y socialmente aceptable al objeto de deseo, y el remedio natural para una matriz desplazada por mal de amores. [Fernando Sanz-Lázaro]