Un nacimiento póstumo: la muerte antes de la vida
II La muerte que precede a la vida
En enero de 1554 se mezclaron en las calles de Lisboa los llantos por la pérdida del infante Juan Manuel de Portugal y los gritos de júbilo por la llegada del ansiado heredero Sebastián, su hijo póstumo. A ojos de varios cronistas, el desarrollo de la vida de Sebastián —que acabó con su muerte prematura sin descendencia en la desastrosa batalla de Alcazarquivir (1578)—, estaba estrechamente unido a las circunstancias de su nacimiento. Desde que estaba en las entrañas de su madre, hubo malos augurios que anunciaban futuras desgracias; no había comenzado su vida y el destino ya parecía escrito. Se habían oído estruendos de guerra y en el cielo se había visto una nube en forma de tumba. A la princesa Juana de Austria se le había aparecido una mujer enlutada y llorosa y se le habían apagado las luces sin que viera a nadie hacerlo. Confinada en la cámara de la reina, recelaba de la ausencia de su marido. Los reyes Juan III y Catalina querían protegerla de su profunda tristeza hasta que diese a luz para no poner en peligro el bienestar de madre e hijo: temían el impacto en el feto de las fuertes emociones de la embarazada, ya que estos formaban una unidad corporal y mental indivisible que determinaría la marcha del parto e incluso el carácter y devenir del nacido.
El hijo póstumo nació el 20 de enero de 1554, apenas 18 días después de la muerte de su padre. Pocos meses después, quedó al cuidado de su abuela Catalina, quien compartía su historia natalicia, siendo ella también hija póstuma de Felipe I.
En estos partos póstumos asistimos a la proyección a cámara rápida del ciclo de renovación de las generaciones. Sebastián de Portugal era el ansiado heredero de los portugueses, un último legado carnal de su padre y una esperanza para el futuro lusitano: la vida nacida de entre la muerte. [Alice Dulmovits]